Parece que he resucitado… Así de rotunda se muestra Josefina Pros al apreciar en sí misma los efectos de la estimulación cognitiva. Es la madre de Begoña, la remitente del mail del post Estimulación cognitiva y confinamiento. Tiene 83 años. Nació el 24 de septiembre de 1936; es decir, es un miembro más de las generaciones de la posguerra. Como tantos otros niños, dejó la escuela a los 11 años. Le hubiera gustado seguir en ella, pero no le quedó más remedio que obedecer a su padre. Y comenzó a trabajar en la tienda de comestibles que regentaba la familia. Los hijos ayudaban pronto al sostenimiento de la casa. En aquel tiempo, era un hecho muy usual. Y más en el caso de la mujer, cuyo puesto era el cuidado del hogar y de los hijos. Para tal fin, sobraba con lo ya aprendido.
A ella le gusta que la llamen Ina. Y ese es el nombre que yo uso cuando hablamos por teléfono. Al principio, parece temer no saber qué decir. Y es que, desde el año 2007, ha sufrido tres ictus. No obstante, los superó bien y tiene la mente clara. La conversación es fluida. A veces, se le rebela el recuerdo de una palabra. Aunque quién no ha dicho eso de «lo tengo en la punta de la lengua». Le digo que es mejor dejar a un lado el término que se resiste; si no se le busca, sale solo. Me cuenta que ha sido una gran apasionada de la lectura; creo que no deja de ser un modo de compensar el deseo que en la infancia no se llegó a cumplir. Esta es la reproducción, textual, de parte de lo hablado, donde relata el apoyo que le presta su hija.
Voy mejorando. ¡Parece que he resucitado!
«He vivido una vida tranquila y esto no me lo esperaba… (La pandemia por SARS-CoVC-2) Pero las cosas hay que tomarlas como vienen. He visto la luz por algún sitio; con ganas de tirar adelante. Me ayuda bastante mi hija… Empiezo a leer y no entiendo nada; entonces, ella me hace leer y pensar. Y yo, poco a poco, lo voy captando. No estaba acostumbrada a hacer nada. La mente estaba atascada, falta… Según ella, voy recuperándome muy bien. Tengo mucha suerte de tenerla… Cada día hacemos algo. Estamos un par de horas con el teléfono en la mano. A veces, paramos un momento porque no podemos más. Está la pobre afónica de tanto hablar. Ya no le queda voz… Me da explicaciones de todo: bla, bla, bla, bla. Me costaba; pero, poquito a poco, voy mejorando. ¡Parece que he resucitado!«.
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