El lavado de manos es una de las medidas más eficaces contra el SARS-CoV-2. Se recuerda en los medios de vez en cuando, aunque no con la frecuencia deseable a lo largo de la crisis. Y es un hábito que no ha perdido vigencia. El confinamiento ha aplanado la curva de contagios. Sin embargo, el virus sigue ahí, amenazando a toda la población y, más que a nadie, a los mayores. Somos sus principales víctimas y, por lo tanto, quienes tenemos que extremar la prevención. No se trata de ceder al miedo, solo de ser cautos. Y es que la virulencia de la COVID-19 se ceba con los organismos menos fuertes y con los que sufren patologías previas.

La situación es grave. El virus ha venido para quedarse; al menos, hasta encontrar un remedio, se supone que la vacuna. Ojalá se logre pronto, pero no es fácil que sea así. Desarrollar una vacuna es un proceso muy complejo. El punto de partida es conocer bien el germen contra el que se lucha. Y el contacto con este virus es reciente. Después, comprobar su efecto en animales; a continuación, en humanos, con ensayos clínicos. Son métodos muy lentos; no puede ser de otro modo. Por último, tras comprobar que es segura y efectiva, habrá que inmunizar a millones de personas. No se ve sencillo en un lapso de tiempo breve. Pese a todo, no perdamos la esperanza.

Lavado de manos, mascarillas y distancia física

Mientras tanto, se impone el cambio de usos y costumbres. No hay más remedio que hacerse a la idea de que durante un tiempo todo va a ser distinto. Un tiempo del que, hoy por hoy, se ignora la duración. Y una de las normas a aprender es la de reconocer las situaciones en las que el riesgo de contagio crece. Por ejemplo, en los lugares cerrados, de escasa ventilación, o con un gran volumen de gente. Son espacios que conviene evitar dentro de lo posible. 

En lo individual, hay dos prácticas que incrementan la protección frente al virus. Una es utilizar una mascarilla que tape la boca y la nariz; por cierto, salvo en ciertas circunstancias, en España, van a ser de uso obligado. La otra es guardar la distancia física, que no social, con los demás. La primera es fácil de calcular: alrededor de los dos metros. Por el contrario, la distancia social no la marca la longitud, sino el afecto. Y, por lejos que estén, nada impide sentir cerca a quienes se estima. El coronavirus nos aísla en el plano físico, pero no el social. 

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