Vivir en una residencia geriátrica es la razón por la cual Soledad Hernández Gabriel protagoniza esta sección. No se trata de un hecho inusual en personas de edad avanzada; sin embargo, sí lo es la decisión de Soledad, que fue voluntaria. Convencer a su única hija no le resultó fácil; sus nietos gemelos, chico y chica de 31 años, tampoco querían. Le ofrecieron otras opciones: trasladarse con ellos o vivir en su casa con la ayuda de otra persona; pero ella tenía claras tres ideas: estar con gente de su edad, contar con ayuda médica y no entorpecer el ritmo de vida de los suyos. No fue sencillo pero, tras insistir durante meses, su firmeza persuadió a toda la familia. Y así lo cuenta.

«Cuando murió mi marido estuve cuatro años en mi casa, pero veía mal y eso me imposibilitaba demasiado. Cada vez podía hacer menos cosas sola. Les dije que me venía aquí y ninguno quería. Mi nieta vivía entonces en Irlanda y dijo que se venía a cuidarme. Pero les convencí y ahora no les pesa, porque saben que estoy bien».

La degeneración macular redujo la autonomía de Soledad. La falta de visión la obligó a abandonar actividades que le agradaban; entre otras, los talleres de memoria, donde descubrió su habilidad con los números: los sudokus le apasionaban. Y, como suele ser habitual, tras su interés por cultivarse está el dolor por la ausencia de oportunidades educativas en la infancia de muchos mayores.

«Nací en 1926. Diez años tenía cuando estalló la guerra. Mi hermano mayor se fue al frente. No pude volver a la escuela… tenía que cuidar las ovejas. A la hora de ir, lloraba: ¡quiero ir a la escuela!, decía. Y mis padres, que querían que sus hijos aprendieran, pues… llorarían por otro lado».

El día a día de vivir en una residencia

Los geriátricos no parecen estar orientados hacia el entretenimiento y recreo de sus residentes. En principio, vivir en ellos no parece ser muy estimulante. Pero Soledad asegura que no se aburre. Atenta con los demás y siempre de buen humor, se conforma hasta con la comida, un motivo de queja muy usual en este ámbito.

«Gracias a Dios, que hoy hay residencias, porque los que estamos aquí no tenemos 15 años. ¿Cómo estarían fuera muchas de estas personas? Nos atienden bien y eso debemos agradecerlo. Antes se decía: mira lo han llevado al asilo; pero esto no es igual».

«Si quieres, no paras: todo el día ocupada. A mí, me encanta. Las que vemos peor hacemos una especie de puzzles; también voy a gimnasia. Ahora vengo de hacer unas pulseras con la fisioterapeuta; las hago con el tacto, más que con la vista. Ella me dice: ni me das ocasión de deshacerte ninguna: ¡no te equivocas!”

«Hay personas un poco renegadas… Nada les gusta, pero es porque no están conformes con estar aquí. A mí no me pasa… Todo el mundo me saluda y me dice cosas. ¿Qué tal, Sole? ¿Cómo estás, Sole? Algunos se quejan de la comida… Esto no está bueno… Y yo pienso: si la comida la tienen que hacer para doscientos, pues no puede ser igual que en casa. Yo no me quejo… Nos dan bastante variedad…»

«La comida nos la da una chica que es muy maja y lo hace muy bien. Cuando acabamos le digo: María voy a ayudarte a recoger las mesas. No sé si la ayudo o la molesto… Pero ella me trata muy bien. Yo podía decir: me voy y no hago nada… pero es que soy así: pienso que para recibir… hay que dar.» 

La seguridad cuenta… y mucho

Han transcurrido cuatro años desde que Soledad empezó a vivir en una residencia. La discapacidad visual y el paso de los años la hacen sentir más y más frágil y vulnerable. Recuerda con cariño su pueblo, Olmedo de Camaces, en Salamanca. Allí donde sigue en pie la antigua casa familiar, pero viajar le supone un esfuerzo cada vez mayor y se resiste a visitarla. Prefiere mantener sus rutinas diarias, lejos de imprevistos.

«Los domingos salgo a comer con mi hija y mis nietos… eso me gusta. Pero al pueblo ya no quiero ir. Allí sigue la casa, que la hemos reformado. Es que yo… ya no estoy para eso. El viaje es largo y, además, me pongo mala ¿y qué haces? Aquí enseguida te atienden, pero allí… me da miedo. No es que no me guste ir, que sí… Cuando uno es joven no se pone nada por delante, pero, poco a poco…»

Desde aquí, deseamos a nuestra protagonista que siga mucho tiempo satisfecha y tranquila con su forma de vida; un modelo de cuidados que para ella es protector y que todos necesitaremos un día. ¡Un abrazo muy fuerte, Sole!

2 Respuestas

  1. Lola

    En la libertad está la clave. En la libertad para escoger.

    • Concha Aparicio

      Cervantes lo decía por boca de Don Quijote. «La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos».