Cuando la medicina ya no puede curar, prolongar la vida no debería ser un objetivo. Esta es la premisa del libro «Ser mortal. La medicina y lo que importa al final”. Lo edita Galaxia Gutenberg y es una obra más que recomendable para los profesionales de la salud. Y no solo para ellos, pues tanto el contenido como la sencillez del lenguaje la hacen asequible a quien le interese el tema. Se trata de un libro que invita a la reflexión sobre un hecho que, en un momento u otro, nos afecta a todos.
El autor se llama Atul Gawande. Es un médico de origen hindú al que su trayectoria ha surtido de un sin fin de reconocimientos a nivel profesional. Ejerce de cirujano en Boston; da clases en la Universidad de Harvard; es presidente de Lifebox, una organización sin ánimo de lucro; ha escrito distintos ensayos y colabora con The New Yorker.
Prolongar la vida… ¿o procurar el bienestar personal?
Según Gawande, una de las razones que le llevó a elegir su trabajo fue la capacidad de la ciencia médica para forzar los límites de la vida. Sin embargo, piensa que el hecho de no reconocer sus limitaciones, causa graves daños. “Aprendí muchísimas cosas en la Facultad de Medicina, pero entre ellas no figuraba la mortalidad”. Los libros de texto se ocupan poco de la vejez, la fragilidad o la muerte. Y eso no es sino un fiel reflejo del rechazo de ciertos aspectos de la condición humana. “El objetivo de la enseñanza de la Medicina era que aprendiéramos a salvar vidas, no cómo atender a su final”. Ni siquiera a quienes lidian con ello se les instruye sobre su tratamiento, se lamenta.
El papel de la atención sanitaria debería ser ayudar a la persona a luchar por restablecer la salud. Pero, en ocasiones, los riesgos y sacrificios que entraña su práctica solo se justifican si están al servicio de la persona. No se puede curar siempre; a veces, solo es posible aliviar y, otras, ni aún eso. Si esta verdad se olvida, el sufrimiento que se provoca puede ser terrible; por el contrario, contemplarla es enormemente útil.
La vejez avanzada y la enfermedad requieren dos enfoques que no son fáciles. El primero es aceptar la realidad del final; el segundo, más inquietante aún, es actuar en función de ello. El fin de la medicina no debería ser garantizar la supervivencia, sino procurar el bienestar aún en las circunstancias más duras. Proteger la autonomía del paciente, ayudarle a afrontar la muerte, averiguar sus últimos deseos, aconsejarle y acompañarle son actos más humanos que el de aplicar con afán una tecnología que frena un paso inevitable.
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