No deja de ser una sinrazón que la evolución demográfica y la vejez alarmen cuando van de la mano. Y es que, en el último siglo, se han logrado grandes ventajas en este sentido. Hace ya tiempo que dejó de ser usual ver morir a un buen número de niños a lo largo de la infancia, a mozos en la juventud o a adultos en su plena madurez. Qué decir de las mujeres que perdían la vida al dar a luz. Los datos están ahí, al alcance de la mano. Y son de celebrar. Pero el miedo a envejecer nos perturba.
Como resultado de la mayor esperanza de vida, el porcentaje de personas de más de 60 años no deja de crecer. Es un escenario que en su origen hizo saltar todo tipo de alarmas. No solo se auguraba un mundo en el que la discapacidad y la mala salud alcanzarían cifras inquietantes, también el colapso sanitario y la quiebra del sistema de pensiones. De este modo, el envejecimiento de la población se convirtió en un terreno abonado por la duda y el temor. Y lo peor de todo es que, pese a que no fue real, la visión permanece en vigor.
Evolución demográfica: la realidad de los datos
Es bien sabido que el desastre no se materializó. No solo se vive más, también en unas condiciones de salud y con una calidad de vida muy superiores a las de las generaciones que nos precedieron. El envejecimiento en la sociedad de hoy no es lo que era. Por otra parte, el sistema de pensiones sigue en pie. Pese a ello, los mismos que anunciaban su fin insisten en el peligro. Y el mundo de las finanzas plantea un sistema privado como el mejor modo de atajar el mal del que avisan.
Sin embargo, no faltan los expertos que cuestionas la propuesta. Sus argumentos son de peso. Entre otros, que el sostenimiento de lo público no depende tanto de la demografía como del modo en que un país distribuye la riqueza. La evolución demográfica no ha de ser vista como una fuente de problemas, sino de oportunidades para hacer de la vejez una etapa de la vida más plena. Y, a la vez, un cambio del modelo con el que se rige la sociedad del siglo XXI.
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